lunes, 2 de mayo de 2011

Festival / César Aira

¡Aquiii Bafiiiciii!
La pregunta que me formulo desde mi desconocimiento es simple, pero se va complicando a medida que intento dar una respuesta. La pregunta, cada vez que tengo una novela de Cesar Aira en mis manos, es: ¿cómo leerla? ¿cómo leer a César Aira?



Pero antes de intentar responderla surge otra pregunta más: ¿por qué dicho interrogante no surge con tanto énfasis con otros autores, y por qué sí con Aira?


Lo que sigue es un pensamiento en voz alta y me parece que no voy a tener una respuesta definitiva. Pero empecemos.



Las primeras novelas que leí de él las encontré en Parque Rivadavia hace más de veinte años. Estaban media dobladas, sucias, sin ningún cuidado, mezcladas con otras del montón. Me salieron baratas (por eso las compré: mi formación es de saldos. Autor que no llega a saldos no es escritor que valga la pena). Esto lo señalo para significar el lugar que Aira ocupaba entonces: ninguno de importancia, al menos dentro de la venta de libros. Se trataban de El llanto y El volante, y las leí una tras otra. La sensación que me acompañó, y que casi me acompaña desde entonces, es que era una cosa fácil de escribir y vertiginosa de leer. Que estaba bien para pasar el rato.

Fácil porque un suceso era seguido por otro, sin motivos racionales, sin solución de continuidad. Vertiginoso porque uno se sube al vértigo propuesto; pero al mismo tiempo de la lectura se introduce una sensación de cansancio por la montaña rusa que no se detiene. Es decir: paren que me quiero bajar, ya no es divertido. Es como ver la segunda de Indiana Jones (IJ y el templo de la perdición): la más floja, la que las escenas están atadas por un hilo muy finito, o por la dinámica misma de narrar por narrar.

Después, cada tanto, leí otros de sus libros. Y mientras escuchaba por ahí lo magnífico que era Aira, y trataba de entender por qué.


Hace poco la revista Ñ sacó un artículo escrito por Michael Greenberg, supongo yo, uno de esos estudiosos de universidad yanqui que eligen autores latinos para hacer carrera. Más allá de este prejuicio, Greenberg me ayudó, con un par de definiciones, a aclarar el panorama Aira. Y lo hizo de la siguiente manera:


“El procedimiento es el aspecto más fascinante y perturbador de su obra...cuando termina su trabajo del día, la historia debe avanzar, nunca retroceder, lo que Aira llama “la fuga hacia adelante”. No es escritura automática ni “la primera idea es la mejor”, tal como la abordan otros experimentalistas: la ccomposición es lenta, deliberada, rara vez más de una página por día. Una ve que Aira terminó el trabajo, las revisiones están, no obstante, estrictamente prohibidas. La historia debe desarrollarse a partir de lo escrito el día anterior, lo cual lo obliga a pensar ideas y giros argumentales siempre nuevos”.

En resume, la hipótesis de Aira es que el procedimiento determina el producto. O, como también fue señalado, el procedimiento es la obra, independientemente del valor de lo producido.

La estrategia de publicación habla de esto: Aira publica en la mayoría de los sellos, especialmente ignotos, pero también transnacionales, una novela tras otra. En realidad se las denomina novelitas por rondar aprox las cien páginas, cada una de ellas.


Una vez le conté a la piscóloga esta estrategia de escritura, y ella me dijo al toque: “como la vida” (ella se puso contenta; yo no).


Claro, en la vida no hay posibilidad de reesccritura ni de corrección. La vida es una fuga hacia adelante. Entonces yo le pregunté qué sentido tenía hacer eso mismo con el arte (la literatura en este caso), si justamente lo que nos permite el arte es la posibilidad de corrección; es no imitar a la vida, sino mejorarla. No obtuve respuesta, ni a título personal, la tengo todavía.


Otras de las cosas que guardé en mi cabeza, intentando comprender la fascinación sobre el escritor que vive en Flores, es el aporte de “liviandad” que hace a la literatura argentina. Y analizándolo un poco, es cierto: sus historias son livianas, no solo porque son cortitas, o porque aparecen publicadas en cualquier lado; sino porque no tienen el peso de estar tras la búsqueda de una gran obra, no sé, tipo Adán Buenos Aires, Rayuela, o Sobre héroes y tumbas, con ese anhelo de trascendencia. Aira mismo, en diversos reportajes, rechaza la idea del esccritor escueto: aquel que escribió apenas dos o tres libros y se guarddó al silencio para siempre (lo ejemplificaba con Rulfo). Con lo que puedo entender que con su proceder intenta restarle solemnidad a la escritura y al mismo tiempo a la figura del escritor. No es extraño entonces que haya escrito un ensayo sobre Copi (en verdad, una recopilación de conferencias sobre Copi), siendo éste tal vez el antecedente más ddirecto dentro de la línea de escritores rioplatenses. Pero no son lo mismo aunque compartan algunas cosas, como la manera de escribir, “natural”, “cotidiana”, por ejemplo.


Aira no tiene esas ocurrencias de loca que Copi tenía; ese absurdo, esas guarangadas que tan felices nos hace al leerlo. Aira en ese sentido es más pulcro, más pueblerino, más tímido. Sus ocurrencias son ingeniosas (algunas hermosas: como cuando en El sueño la percepción del tiempo varía si las cosas son vistas desde la terraza de un edificio), pero nunca alcanzan la soltura de Copi; tampoco la pretende.


En las historias de Aira alguien (ya ni idea quién) dijo que hay microfilosofías. Y es así: entre el devenir de las peripecias aparecen reflexiones que tienen que ver con la luz, con el tiempo, con otras cosas que habría que sentarse a ver, pero que no se integran del todo a la historia, aunque estén ensambladas en ella.

Los pocos libros que leí de Aira son de planteos brillantes: brillan por su frescura y originalidad. Algunos son más logrados que otros, algunos son más llevaderos que otros; algunos se logran terminar de leer con mayor felicidad que otros.

Hasta que llegó a mis manos (un amigo marplatense vino al Bafici y me lo regaló: yo solo le había pedido el catálogo a cambio del hospedaje; menos mal que no me hizo caso) la novela Festival.


Después de leerla es que empecé a preguntarme todo lo que leyeron hasta ahora.


Festival es (y acá me hago el crítico y abarco todo, sin fundamento) su novela más autoconciente. Las demás también lo eran, pero aquí la autoconciencia toma toda la historia. Se podría decir que esa acumulación de sucesos, en algún punto cansador, que ocurría en sus libros anteriores, aquí no hizo falta, porque lo que hay es que las microfilosofías mencionadas pasan a ser macro.


La idea es simple y genial: un cineasta belga llamado Steryx es invitado a un retrospectiva revalorizadora de toda su obra. Y viene acompañada de su madre: anciana madre que dificulta el desenvolvimiento de este director (también jurado del festival) ya que resulta insoportable: para su hijo, para los agasajantes. Parecen la relación que hubo entre Borges y su madre, Doña Leonor.

La elección de la figura del cineasta de quien (copio el comentario de Wolff, el organizador del Bafici) “se desconfía que tenga un estilo”, le sirve a Aira para hablar de sí mismo. Lo que hace es reflexionar sobre su propia obra, sobre su lugar dentro de la literatura, sobre el procedimiento enarbolado, sobre la percepción del tiempo. Pero en esta ocasión el resultado se muestra más entrelazado, más decidido a pasar al frente y ocupar la escena. Sin duda, es uno de sus mejores libros.


Pero claro: yo no leí a Aira; no sé quién es; no me interesan sus intereses. Siendo así, puedo quedarme afuera. Puedo, sí, tomar las viscisitudes del señor artista con su madre, pispear un poco las vanidades del festival; disfrutar del giro porteño en las expresiones, meterme con personajes secundarios efectivos y coloridos (o al revés). Pero en el medio me veo invadido por un montón de reflexiones sobre el arte, sobre el proceder del artista, sobre su lugar dentro del arte, etc. que no sé muy bien qué están queriendo decirme.


Y ser un lector así, un lector inocente, desinformado, ya no sirve para leer a Aira: ya no alcanza.



Posdata: los imitadores (bueno, no seamos tan crueles: los que tomaron cosas de Aira) son varios: Tabarosvky, Magnus, Bizzio, y más. Pero la cuota de filosofía que Aira sembró en Festival lo despega del resto, como si hubiera metido primera para alejarse.
Me hace acordar a los Redonditos de ricota y sus imitadores del supuesto rock del aguante, barrial, o algo así, hasta que empezaron a meter más máquinas y se alejaron de estos seguidores con Ultimo bondi a fenesterra.

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